La Zaragoza de comienzos del siglo XIX empieza a iluminarse con aquellos farolillos , alimentados de aceite en sus calles más
céntricas. Todos los días debía reponerse el aceite consumido y acudir a la Lonja a por él, formaba parte de su quehacer diario.
Cuando el petróleo sustituyó al aceite, el cierzo cobró menos importancia en su obstinación por dejar a oscuras las calles.
De hecho, aunque no siempre se conseguía anular sus efectos, disminuyó la incidencia del soplido del Moncayo.
Avanzada ya la segunda mitad del siglo, llega el gas. Prácticamente acaba de instalarse en las farolas de la ciudad, cuando a mediados
de la última década del siglo aparece la electricidad. Poco a poco, ésta se va instalando en el encendido diario de las farolas.
A mediados del siglo XX, más de 300 bombillas alumbran las calles de Zaragoza. La figura del farolero no desaparece con su implantación.
Es necesaria su presencia para encender diariamente, una por una, las farolas. Provistos de pértigas, logran alcanzar los interruptores que
éstas disponen en altura. Encenderlas de noche y apagarlas de día será su última función hasta la definitiva automatización del alumbrado público.
No obstante, el FAROLERO/LUCERO, asociado al final con la estampa de sereno, siempre será recordado, más aún por un crápula en apuros, con afecto
y simpatía por los mayores de esta nuestra ciudad.